viernes, 27 de abril de 2012

Lluvia.

Esa tarde llovía, como casi siempre en ese pueblo. En ese asqueroso pueblo que le gritaba a voces que se fuera, que nadie allí la necesitaba. Pero esa tarde, a parte de ser gris, era diferente, así que nada iba a impedirle ser feliz. Nada ni nadie. Esa tarde se la merecía. Así que cogió el paraguas y salió de casa con la misma ropa que había ido esa mañana a clase: pitillos, Vans y Gap. Sonrió, sabía que no iba precisamente arreglada, pero esperaba que él no se fijase en eso precisamente. Y entonces recordó lo que le repetía siempre su abuela: "Recuerda mi vida, tu mejor arma es tu sonrisa, así que da envidia siempre que puedas." Su abuela nunca se equivocaba, así que le hizo caso. Nada más salir de casa, paró de llover, así que, como si fuera una niña, empezó a saltar de charco en charco, olvidándose de a dónde iba y a quién iba a ver. Disfrutando. Y así todo el camino. Cuando llegó al banco, a ese banco, no había nadie. Miró el reloj. Llegaba media hora tarde. Quizás ya se había ido.Mira el móvil. Ninguna llamada perdida. No, entonces no había llegado. Acordaron que si uno llegaba antes, llamaba al otro. Así que, tras llamarle diez veces y hacerse amiga íntima del contestador de Movistar, secó las gotas que mojaban el banco y se sentó a esperar. Esperó un cuarto de hora: nada. Le estaban entrando ganas de fumar, así que se sacó los auriculares y el móvil y se puso su música. Su querida música. Y esperó otra hora. Le llamó, no contestaba. Igual se había arrepentido. Después de todo, no se conocían personalmente. Él no era lo que se dice un chico tranquilo, más bien todo lo contrario. Igual se había metido en alguna pelea, o había robado algo y le habían pillado, o vete tú a saber. Decidió esperar un cuarto de hora más. Y, aunque le había prometido que no fumaría antes de estar con él, no pudo resistirse y se sacó un cigarro. El cielo empezó a retumbar y las gotas gruesas del principio de cualquier tormenta empezaron a caer. Desplegó el paraguas y se giró para irse cuando oyó unos pasos rápidos y arrastrados y un jadeo. De repente notó que alguien le agarraba el brazo para hacerle girar. Y cuando lo hizo, le vio. Iba con la ropa a trozos, como si se hubiera metido en alguna pelea, y así era, su ojo morado y la sangre de su labio lo confirmaba. Llevaba un intento de flores silvestres en la mano, aunque lo que qudaba no sabía si llamarlo flores. Él sonrió, sin decir nada. Ella también. Y entonces comprendió: "No importa la espera si el resultado es bueno."